29 enero 2007

Tengo un troll para mí solo

Los que habéis entrado alguna vez en este modesto espacio sabéis que soy un novato en esto de los blogs. Hoy cumplo 56 días. Me introduje casi de casualidad. Podría decirse que intenté, sin conseguirlo, imitar el más que brillante trabajo de un familiar muy cercano del cual no diré el parentesco para que no se me acuse de hacer proselitismo.

El caso es que se me dijo que todo buen blog que se precie debe poder acreditar dos cosas. En primer lugar un contenido atractivo, con artículos bien escritos e historias originales que puedan interesar a quien las lea. Podréis comprobar fácilmente que este humilde blog no cumple, ni de calle, este primer requisito. A pesar de mis esfuerzos, no logro hilvanar un sujeto, un verbo y un predicado de forma interesante ya que mi incapacidad narrativa es más que manifiesta y fácil de constatar. Si bien esta primera característica me pareció más que razonable, la que me llamó la atención fue la segunda propiedad que debe tener todo buen blog. Según me dijeron las fuentes consultadas, debe existir, en los mismos, lo que en el argot de este mundo llaman un “troll”. Hasta hace dos meses, para mí los trolls eran esos monstruitos desagradables que aparecían en las historias de David el Gnomo, sí, ya sabéis, esos bichos con un eterno moco asomando por sus inmensas narices. Más tarde me he enterado que son seres pertenecientes a la mitología escandinava. Pues bien, parece ser que un “troll bloguero” es un ser que se dedica a entrar de forma más o menos deliberada en los espacios de los demás con ánimo de sembrar polémicas absurdas, meterse con la gente y utilizando, en general, un lenguaje un tanto sórdido, vulgar o absolutamente fuera de lugar.

Queridos amigos, puedo decir orgullosamente que tengo un troll.

Estoy que no quepo en mí de gozo. Hay un personaje que contribuye a paliar mi falta de talento (el cincuenta por ciento de lo que necesita un buen blog) con su presencia. ¿Qué os parece? Y me ha salido gratis y sin hacer nada. Si es que los hay con suerte.

De momento no nos conocemos demasiado, lo he adoptado hace tan solo cuatro días, ¡pero es más pintoresco! Es un poco facha, eso sí, pero oye, que soy la envidia de mi barrio. A mis amigas les entran trolls obscenos, salidos y me temo que un poco impotentillos. A otros, les entra el enteradillo de turno que además de ser un plasta suele carecer de todo interés. Pues, chincha, rabia, elis, elis. Para que os muráis de envidia, mi troll es mucho más exótico. De momento no os lo quiero presentar. Lo tengo que pulir un poquito. Ya se sabe que las mascotas dicen mucho de su amo y supongo que los trolls dicen mucho del blog en el que se introducen. Quiero enseñarle, entre otras cosas a decir homosexual (en lugar de maricón), que cuando se es naZional-católico, no está bien visto desear la muerte de la gente y sobre todo le tengo que enseñar un poco de ortografía y de gramática. Nada que no se solucione con un poquito de lectura, de paciencia y de bondad.

Además de hacer pública la dicha de haber adoptado a este ser y de provocar en vosotros la envidia que estáis sintiendo en estos momentos, escribo este artículo porque tengo varias dudas, provocadas por la alarmante inexperiencia que tengo en este mundo. A lo mejor alguno de vosotros me puede ayudar.

1.- ¿Cómo se alimenta un troll? ¿Qué come? ¿De qué vive? Mi troll debe tener una dieta un poco especial porque vierte bilis hasta por las orejas (a ver si va a estar malito, el pobre). Se me dijo que la mejor manera de alimentar a un troll es escribiendo sobre él, por tanto aquí me veis dándole su ración de letras para que las metabolice adecuadamente y las convierta en mala leche. No sé, espero no pasarme de dieta, no sea que me vaya a engordar demasiado. Ya os informaré.

2.- Los trolls, ¿son intercambiables? ¿se lo puedo dejar a alguien prestado? ¿Existen residencias de trolls donde me lo cuiden cuando me vaya de vacaciones? Estoy preocupado. Con lo raro que es mi troll sólo faltaría que en mi ausencia me lo atropellara un coche, o lo que es peor, que me abandonase y se convirtiese en el troll de otro. Mira que los trolls son tremendamente promiscuos y a la que te descuidas, ¡zas! ya son el troll de otro blog.

3.- Los trolls molestan a nuestros invitados y a nuestros amigos, eso es evidente. El mío seguro que más que los vuestros, porque como ya os he dicho, es un ejemplar muy raro, que cuesta mucho de encontrar y creo que pertenece a una especie en vías de extinción. De hecho, hace años abundaban en España, pero a raíz de la caída de un meteorito que si no recuerdo mal llamaban democracia, libertad o algo así, se fueron extinguiendo y ya sólo quedan algunos en zoológicos con nombres raros (JONS, FAES, …).

Yo me pregunto ¿cómo educamos a un troll? ¿Existen centros de adiestramiento para ellos? Sí, ya sé que existen centros donde estos trolls se empapan de fanatismo y de odio a todo lo que no sea como ellos dicen (obervad que no he dicho “piensan”), pero yo me refiero a centros donde un troll, sin perder su exotismo, aprenda a poner acentos de vez en cuando, sea capaz de encadenar más de siete palabras sin decir una sandez y cosas por el estilo. Haciendo un sacrificio, pagaré lo que sea. Todo sea por tener un troll que sea la envidia de mis amigos, que siga haciendo sus gracias, pero que no os moleste cuando me honráis con vuestra visita. Aunque no me gusten, admito que vaya de uniforme y todo. ¡Qué mono que estará con su corbata azul recién peinadito!

4.- Los trolls, ¿deben vacunarse? Os confieso que me da miedo. Me parece que mi troll está un poquito enfermo. En su página tiene enlaces que no me gustan nada porque me lo pervierten e incrementan su homofobia, su xenofobia, su machismo y demás “pequeñas” enfermedades que le ha diagnosticado el veterinario.

¿Qué hago? En parte, su exotismo reside en el hecho que padece dichas enfermedades y que comparte experiencias con enfermos similares. No sé, me da miedo descafeinarlo y que se convierta en alguien normal.

5.- A un troll, ¿le podemos cambiar el nombre? No sé, es que el mío me ha venido ya bautizado y no me gusta el que tiene. No sé cómo decirlo, creo que le falta … glamour. Es excesivamente previsible y un poco cutre. Si alguno de vosotros tiene alguna sugerencia la escucharé encantado.

6.- La vida de un troll es corta. Ya lo sé. Me estoy preparando psicológicamente para el día que me abandone (snif, snif) o el día que sus cuidados requieran la merecidísima atención que no le podré brindar. Imaginaos, mi mujer, mis hijas, mi trabajo, mi decencia y encima el troll dale que te pego. Si llegado ese día me veo obligado a tenerlo que abandonar, os agradecería que dijerais si alguno de vosotros está interesado en adoptarlo. Prometo que os lo entregaré limpito y despiojado. Lo de la caspa va a ser más difícil, porque creo que los de su especie la tienen crónica.

En fin, si alguien, ya sea por experiencia propia o ajena, puede orientarme, se lo agradeceré eternamente. Del correcto cuidado y no excesiva proliferación de estos personajes depende la supervivencia de esas cosas que llamamos decencia, solidaridad, humanidad, libertad, igualdad, etc.

25 enero 2007

La zanja


Llegaron los últimos. El coche de su hijo Paco no daba para más y los caminos que debían conducirlos a su destino estaban demasiado dañados por el paso diario de los tractores que cada mañana acudían a los campos.
Cuando Diego descendió del automóvil, varias miradas escudriñaron su torpe caminar ignorando quizá, que setenta y ocho años es tiempo suficiente para agotar el cuerpo de un hombre al que le faltaron muchas cosas y al que le habían sobrado demasiadas penas. Saludó con el mismo aire huraño y desconfiado que le había acompañado toda su vida y estrechó la mano de cuantos se le fueron presentados, el juez, el secretario, el alcalde, algún periodista y miembros de algunas plataformas relacionadas con partidos de izquierdas. También, cómo no, esperaban las mismas personas que participaban en aquella macabra lotería que se celebraba de vez en cuando. Todos con una flor y con la esperanza de encontrar al fin la respuesta a la pregunta que les había atormentado durante todas sus vidas. El mismo circo de siempre, pensó.
El secretario del juez procedió a leer en voz alta varios documentos. No era la primera vez que acudía a un acto como ése y a pesar de ello el lenguaje técnico judicial se le seguía antojando demasiado absurdo y vacío de contenido. No le prestó la más mínima atención y por los semblantes que mostraban los otros concurrentes, nadie lo hizo. Miró la llanura que se extendía a su alrededor y respiró profundamente el aire húmedo de aquel día nublado y triste.
Ya habían pasado casi setenta años. Toda una vida. A pesar de todo se acordaba tanto él. Todo niño tiene derecho a dejar de serlo junto a su padre, había sostenido siempre. Es extraño cómo funcionan los sentidos de las personas, pensó. A veces no conseguía recordar un olor o una palabra reciente. Sin embargo, cada vez que olía a cáñamo, casi podía ver a su padre en su pequeño taller rodeado de cestas para las uvas, de sogas, de sillas, recibiéndolo con una sonrisa tierna y cómplice a la vez. Los pocos recuerdos que conservaba de él se habían ido dulcificando con el tiempo y se habían adaptado a las pequeñas anécdotas que su madre le había ido contando de vez en cuando. Sólo un hombre como él pudo conquistar a la que sería su mujer construyendo con mimbre, cuerdas y flores un arco que puso en el camino para que ella pasase por debajo.
El padre de Diego siempre procuró que hubiese alegría en la casa. Diego y sus hermanos, ya muertos todos ellos, vivieron bien a pesar de las carencias que pesaban en aquella casa. Su padre se había encargado de inculcarles el respeto a los demás y el amor por la cultura. Cada noche, tragándose el cansancio de catorce horas de trabajo sin descanso, leía algo para ellos. De entre todos los relatos, poemas e historias recordaba una frase que Diego, a pesar de ser ya un anciano, había llevado consigo todos los días de su vida y que, de hecho era uno de los motivos por los que se encontraba allí. Decía algo así como “Siempre has dicho que tenías un padre, que tu hijo pueda decir lo mismo de ti”.
Pero la guerra, la maldita guerra, lo corrompió todo. Su padre no fue al frente pues padecía una dolencia en la pierna derecha que no le permitía caminar sin cojear. A pesar de todo se puso del lado de los que perdieron, aunque eso, en las guerras, no significa nada pues siempre pierden los mismos, da igual el color de la bandera detrás de la cual se alineen. Una noche vinieron a buscarlo. Todavía recordaba el ruido de las botas al pisar el suelo de pizarra de su casa, el abrir y cerrar de puertas. Vio a su padre sujetado, codo con codo con dos falangistas y vio la amargura de su mirada. El terror de verse así delante de su hijo. Le ordenó que no mirara pero cómo obedecer una orden como esa cuando tu madre se arrastraba suplicando que lo dejaran en paz, que no había hecho nada. De aquel momento, Diego conservaba intactas su rabia y la cadena que le arrancó a su padre del crucifijo que éste llevaba en la mano cuando fue empujado al exterior de la casa. Desapareció para siempre. Desaparecieron él y siete hombres más cuyos nombres habrían sido escritos en alguna macabra lista por algun vecino cobarde que los habría delatado para saciar la eterna sed de sangre de los vencedores.
El juez ordenó que se empezase a cavar. La tierra estaba dura por lo que los picos tuvieron que emplearse a fondo. Tras dos horas de esfuerzo apareció lo que años atrás había sido una pala. La pala que algún desgraciado habría tenido que usar para cavar su tumba. Empezó a llover levemente. En el semblante de los funcionarios, una mueca delataba una cierta desidia aumentada por la inclemencia del tiempo.
Ya era mediodía cuando aparecieron los primeros huesos y los primeros cráneos. Todos sucios, con su sonrisa macabra y con un agujero en el occipital. Quién fue el sádico que a esa barbaridad le llamó tiro de gracia.
Lentamente, con mucho cuidado y entorpecidos por la leve lluvia fueron apareciendo los esqueletos. Algunos con restos de algún objeto o de la ropa que vestían el último día que vivieron y otros sin más abrigo que la tierra que los había escondido durante décadas. El corazón de los que miraban se aceleró por momentos y afloraron otra vez las mismas lágrimas derramadas durante años. El silencio sólo se veía roto por el chispeo constante de la escasa lluvia sobre el paraguas que un funcionario le aguantaba al juez y por el sollozo contenido de una mujer enjuta. 
Todos miraban en silencio la escena. Con los dientes apretados y los ojos humedecidos por las lágrimas que delatan la rebeldía contra la injusticia, muchos imaginaron cómo pudo ser el último suspiro de aquellos pobres campesinos, de aquellos pobres artesanos, de aquella buena gente que lo único que quiso fue vivir en libertad, de aquellos héroes que no aceptaron arrodillarse ante los traidores ni ante los fascistas. 
Con pinceles, los técnicos retiraban pacientemente la tierra pegada a los huesos y colocaban pequeños carteles numerados sobre los cráneos mientras hacían fotografías y tomaban notas en sus cuadernos. 
¿Qué es esto?, dijo uno de ellos mientras se concentraba en un objeto encerrado en los huesos de lo que antes había sido una mano. Se afanaron en descubrirlo y apartar la arcilla que lo ocultaba parcialmente. Y entonces todos pudieron ver un pequeño crucifijo sin cadena cubierto de barro. Al verlo, el cansado corazón de Diego dio un vuelco. Cayó de rodillas, llorando amargamente como el niño que le obligaron a dejar de ser aquella fatídica noche. Extendió sus brazos y gritó ¡padre, por qué te hicieron esto! Se abalanzó sobre la zanja, se arrodilló ante del cadáver de su padre y tiernamente acarició los restos de la frente del esqueleto de aquel buen hombre que un día murió por nada y dio la vida por todos. Paco se situó junto al anciano, sin tocarlo, agachado. Le dejó que recuperase durante esos segundos todos los años que le habían robado, se santiguó y murmuró “que Dios le haya acogido en su gloria”.

17 enero 2007

Pasa poco, pero a veces...

Pasa poco, pero a veces los que nos gobiernan, aquellos en los que depositamos nuestra confianza, se hacen dignos de nosotros y, por qué no reconocerlo, hacen aflorar una lagrimilla orgullosa en nuestros ojos.
Hace dos días, el ministro de Justicia, Fernando López Aguilar, que se encuentra de visita en Arabia Saudí, decidió suspender una conferencia que tenía que pronunciar en la Universidad Islámica Imam, en Riad. ¿La razón?, muy sencilla. Prohibieron la entrada a las mujeres periodistas que debían informar sobre el acto.
A pesar de los esfuerzos del protocolo saudí, López Aguilar se negó en rotundo a participar en un acto en el que se discriminase a las personas únicamente atendiendo a su sexo.
Espero que Rajoy no se entere de esto, si no, la que se va a liar.
Olé tus hue..., Fernando.

16 enero 2007

Abatimiento

Este es el parlamento de mi país. Aquí se proyecta la educación de mis hijas, la política de investigación de la que me he beneficiado, la sanidad pública de la que hago uso y tantas y tantas cosas que me afectan cada día a mí y a los míos. En este lugar, que debiera ser un templo para todos, pues en él se catalizan por un lado nuestra libertad y por otro nuestros proyectos como sociedad, ayer se dirigieron a nuestro primer ministro las siguientes palabras: "si usted no cede le pondrán bombas y si no le ponen bombas es porque ha cedido" (Rajoy dixit).
Lo dijo, ni más ni menos, una persona que obtuvo diez millones de votos en las pasadas elecciones, que ha sido ministro de España, que es el líder de la oposición y que casi casi fue presidente del gobierno de mi país.
Con esas palabras, este pájaro, ayer, nos insultó a todos. Y lo hizo en nuestro templo, en el lugar por el que tantos otros dieron su vida o su libertad.
¿Cuántos votos vale un muerto? ¿y un herido? Si el muerto es vasco, ¿vale más o menos? Qué es más rentable, matar a dos ciudadanos de golpe o matarlos hoy a uno y mañana al otro. Los niños, ¿valen por 10?
Hoy ya no estoy rabioso, ni indignado. Hoy es peor, hoy estoy completamente abatido.

14 enero 2007

ETA no

Rajoys, otegis, pedrojotas, txapotes, alcaraces, anbotos, Jiménez-Losantos, pakitos, acebeses, mikelantzas, coperos y demás adalides de la intolerancia y el fanatismo. Os lo hemos podido decir más alto, pero no más claro.

09 enero 2007

El ilegal

Sentado al lado de la puerta de su casa, el abuelo encendió el pitillo que se fumaba cada mañana aprovechando que Paula, su mujer, había ido a hacer la compra a una de las escasas tiendas de aquel tranquilo pueblecito del valle. Fumando sin prisa dejaba que la brisa de la mañana de invierno acariciase su arrugado rostro, mientras contemplaba los destellos intensos de la luz del sol sobre las copas de los árboles.

Le gustaba mirar los bosques de encinas que salpicaban de colores grisáceos el reseco vientre de la sierra, coronada caprichosamente por nubes orondas y brillantes. A pesar de su edad, podía divisar con claridad los buitres madrugadores, que iniciaban el macabro ritual de limpiar el campo de los despojos desechados de los festines que algunos animales se habían cobrado a costa de otros menos afortunados. Mirando su sierra no podía evitar recordar, con cierta nostalgia, las miles de veces que se había dejado perder entre peñascos y retamas acompañado de su perro, saltando entre arroyos y divisando la llanura que ahora habían convertido en inmensos campos de árboles frutales.

Aquel día Omar, su insólito nuevo amigo, no le acompañaba. Era consciente que cuando eso sucedía era señal que aquella madrugada habría conseguido subir en alguna de las furgonetas que, clandestinamente y cuando el alba ni siquiera se dejaba intuir, se acercaban a la plaza del pueblo a cargar su mercancía humana, para que los afortunados que fuesen elegidos, comiesen ese día a cambio de una jornada de trabajo de sol a sol.

Despertaba cierto recelo entre los lugareños la amistad tan curiosa que había nacido entre el abuelo y el “jodido moro”, como cariñosamente le llamaba. Resultaba cómico y a la vez enternecedor verlos juntos, sentados donde ahora fumaba el abuelo, con la mirada perdida en la sierra, sin hablar demasiado pero diciéndose tantas cosas y entendiéndose tantas otras. El abuelo había descubierto en aquel hombre venido del sur a alguien diferente, a alguien valiente, al rebelde que otro tiempo fue él mismo.

Un día, después de haber recogido cientos de kilos de fruta y cobrándose el merecido descanso que se ganan los que son explotados día a día, Omar le contó cómo llegó a España. Con mirada fría, gestos cansados y el dulce acento siseante con que los árabes adornan al castellano, le habló de su largo viaje desde la aldea donde vivía, lugar de nombre impronunciable, hasta la orilla del océano, frontera infranqueable que separaba la miseria de su mundo de la opulencia insultante de la vieja Europa. Le detalló los abusos de las mafias que traficaban con la desesperación de los que escapan del hambre y de la guerra, de la cantidad de dignidad que se dejó en hurtos y en sobornos a policías corruptos e insensibles. Todo ello para, al fin, una noche, embarcarse en una barcaza junto con decenas de desheredados como él. Le relató cómo fueron esos eternos doce días de travesía a la deriva, sin apenas agua, sin apenas comida, con frío, con miedo a naufragar y lo peor, con miedo a ser descubiertos por alguna patrullera que pusiese fin a su viaje, a su sueño. Se estremecía todavía al pensar lo sofocante que llegaba a ser el día en medio de la nada del océano y lo gélida y húmeda que resultaba la eterna noche. Cómo, en medio de una oscuridad aterradora, tan sólo se percibían los lamentos causados por los mareos, el olor a vómitos y a excrementos y el castañeo incesante de los dientes de aquellos pobres desgraciados, de aquellos fugitivos de la injusticia, de aquellos rebeldes contra el destino. Sentía cierta pesadumbre al pensar en los que murieron en la embarcación y sirvieron de alimento a los peces, cómo cada muerte suponía un poco más de espacio, un poco de alivio, para los demás. Especialmente recordaba a un pequeño niño sudanés que murió de fiebre y de frío en los brazos de su madre, mientras se aferraba con delirio a una foto arrugada de un futbolista español.

La llegada a la costa no fue mejor. Absolutamente exhaustos, con los músculos entumecidos por no moverlos, por no nutrirlos, se separaron los unos de los otros sin saber dónde estaban y sin saber dónde dirigirse. Algunos decían que iban a Barcelona, otros que a Huelva, qué mas da. Si no sabes dónde está el lugar donde estás, si no sabes dónde está el lugar donde debes llegar, no importa qué nombre tenga. Ignoraban todo de aquel sitio que no se les antojaba especialmente diferente del mundo que habían abandonado salvo cuando se topaban con una carretera. Qué negro y qué uniforme era el asfalto en Europa. Qué blancas las líneas dibujadas en él.

Tiempo atrás, el abuelo había recibido con desconfianza la cantidad de marroquíes, polacos, rumanos y gentes venidas de países de los que ni tan solo había oído hablar. Hombres y mujeres cargados de miseria, de desesperación, gentes con decenas de bocas que alimentar en la tierra que tuvieron que abandonar y que llegaron al pueblo a ganarse el futuro y a hacer el trabajo que, desmemoriado país, no querían hacer los españoles.

Su padre fue uno de los primeros que en el pasado se deslomaron en Alemania o en Suiza para huir de la falta de futuro en una tierra destrozada por la guerra, el odio y la falta de esperanza. Recordaba como si fuera ayer mismo la figura de su padre a punto de subir al autobús destartalado, con una caja atada con cuerdas que hacía las veces de maleta, en la que no había más que una muda, un daguerrotipo y una estampa de la Virgen. Ligero equipaje si no fuera por el peso tan enorme que añadían el miedo a la incertidumbre y el dolor de dejar atrás a los suyos y a la tierra de la que jamás había salido. Ahora eres el hombre de la casa, le dijo, cuídalos y cuídate, tienes que ser fuerte, hijo. Qué bien suena la palabra “hijo” en la boca de tu padre y cuánto duele si la acompaña de sus lágrimas.

El sol ya apuntaba alto cuando se le acercó un hombre negro. Me pidió que viniera, le dijo con rostro apesadumbrado. No hacían falta más palabras. Lanzó un improperio impotente, se avergonzó y supo que Omar jamás lo volvería a acompañar en su pequeño banco de piedra. Yo soy ilegal, le había dicho muchas veces, un día me detendrán y me deportarán. ¿Cómo puede ser ilegal un hombre? ¿Cómo puede ser ilegal un sueño?

05 enero 2007

Calatrava

Estos tres últimos días he tenido la oportunidad de visitar la ciudad de Valencia. Para los que no hayáis estado nunca allí, os recomiendo que dediquéis una o dos jornadas a contemplar la Ciutat de les Arts i de les Ciències, la obra más hermosa de Santiago Calatrava, el mismo arquitecto que diseñó entre otras, la terminal T4 de Madrid-Barajas, la torre de comunicaciones de Montjuic en Barcelona, el aeropuerto de Sondica en Bilbao o el teatro de la Ópera de Tenerife.
Reconozco que a un gaudinista acérrimo como yo, admirar unos edificios tan magníficos, le produce una cierta sensación de "traición" hacia el genio catalán. Os confieso que me he emocionado al contemplarlos y al pensar cómo es posible alcanzar ese grado de perfección. Ese derroche de imaginación, el juego de formas, de materiales, el flirteo con la luz, con el agua, el desafío permanente a la gravedad, el coqueteo constante con la Geometría. Sencillamente espléndido.
En unos tiempos en que reina la mediocridad, el egoismo, la falta de valores o la crueldad, obras como éstas nos reafirman en el convencimiento que si bien el ser humano puede ser el más salvaje de todos los animales, también es capaz de crear auténticas maravillas y superar con creces a la mismísima Naturaleza.
Lamento haber descuidado el blog estos días, pero ya veis que se debía a causas de fuerza mayor.

01 enero 2007

Estamos hartos.

Quería empezar el año con una historia que tengo casi acabada, pero la verdad es que no tengo humor para hacerlo. Los miserables de turno, los pistoleros de ETA, se han encargado de ello.
La ilusión de una sociedad que lo único que quiere es vivir en paz se vio truncada por la barbarie de los de siempre el pasado día 30. Hacía mucho tiempo que no nos sentíamos tan abatidos, tan impotentes. Hacía mucho tiempo que no habíamos creído, tanto como ahora, en la posibilidad de que la lacra terrorista se extinguiera para siempre. Pero 500 kilos de explosivos y la más que probable pérdida de la vida de dos seres humanos han debilitado nuestra esperanza y nos han devuelto al macabro punto de partida de este proceso, que se nos anunció largo y duro.
Quizá no merezcamos, como país, que lleguemos a un punto de acuerdo que nos convenza a todos. Quizá las heridas de algunos son tan profundas que no podremos curarlas sólo con cariño y comprensión. Pero
me resisto a pensar, llamadme iluso, que no somos capaces de hacerlo mejor, que no podemos prescindir de buscar culpables en lugar de soluciones y que no sabremos distinguir la venganza, siempre cruel, de la justicia, siempre generosa.
Me repugna que determinados sectores políticos o sociales se alegren porque este atentado repugnante pueda suponer el final del proceso de paz que la inmensa mayoría de nosotros reclama. Me horroriza que piensen que pueden obtener una renta política de la sangre de los muertos y que cobardemente escondidos, tras la muralla de los que un día sufrieron, nos roben el único tesoro que teníamos, nuestra esperanza.
Por todo ello y aprovechando que el nacimiento de un año supone un ejercicio de ilusión renovada, insisto en creer que el diálogo y la palabra son el único camino y proclamo orgulloso lo que reza, en euskera, la imagen del inicio de este artículo. Sí en mi nombre.
 

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